Cuando la maternidad está tan presente en los medios y la vida
social como ahora, ya sea, como hacen los partidos conservadores, para considerar
que es ésta la que nos define y nos hace “mujeres de verdad” o, como en algunos
planteamientos feministas, para defender esa crianza con apego, con unos
tiempos de lactancia materna a demanda que a veces dificultan enormemente la
vida profesional y personal de las madres que así la viven, nos parece muy
interesante releer este artículo de Dolores
Juliano publicado en 2005, pero de plena actualidad.
El Mito del Instinto
Maternal. Dolores Juliano (2005)
¿Hemos nacido las mujeres para ser
madres? ¿Es cierto que la maternidad completa a las mujeres y da sentido a su
existencia, que de otra manera permanecería incompleta y le generaría
frustraciones? El hecho que puedan plantearse preguntas de este tipo, que nunca
enunciaríamos para los hombres, nos muestra que la maternidad se ha desplazado
del campo de las opciones al campo de lo “natural”, es decir, que se la trata
como si fuera el cumplimiento de un mandato instintivo. Las conductas
instintivas son inmutables, pertenecen al ámbito de la naturaleza y se producen
con prescindencia del entorno social. En cambio las conductas determinadas
socialmente forman parte del devenir histórico, se modifican de acuerdo con el
tiempo y las circunstancias y a su vez son causa de modificaciones en las
estructuras de las relaciones. Las personas actuamos de acuerdo con conductas
aprendidas socialmente y carecemos casi por completo de conductas complejas
instintivas. Estas se reducen al campo de los actos reflejos y poco más. Sin
embargo, existe el mito de asignar al campo de lo instintivo conductas muy
complejas y elaboradas, fundamentalmente hay una tendencia a asignar a las
mujeres este tipo de conductas.
Así, lo que las mujeres son y hacen no
se lee como construido socialmente en un sistema asimétrico de relaciones de
poder, sino como consecuencia de sus impulsos innatos. Asignar la mujer
globalmente al mundo de la naturaleza, mientras que se relaciona al hombre con
el de la cultura (S. ORTNER, 1979) y considerar que sus conductas están
dictadas por principios inmutables y ahistóricos (Rosa ENTEL, 2002) es una
forma de evitar discutir la funcionalidad social del lugar en el que se las ha
colocado.
Fernández señala que en tres ámbitos
este sistema mítico de naturalización de las conductas se muestra especialmente
eficaz: asignando a las mujeres como destino el amor maternal, el amor
romántico y la pasividad sexual. En todos los casos esta interpretación quita
méritos a la conducta en el caso en que esta sea asumida, ya que se trataría de
un mandato que las mujeres no podrían evitar y en cambio sanciona duramente su
incumplimiento, pues lo quita del margen de las opciones libres (que siempre se
reconocen a los hombres) y coloca su falta en el campo de la anormalidad, la
perversión o la patología. (Ana María FERNÁNDEZ, 1992)
Es por esto por lo que
las reivindicaciones de género pasan por la desesencialización y la
desnaturalización de las conductas atribuidas. Se trata de reconocer y
reivindicar para las mujeres su condición de sujetos socialmente construidos,
aun en aquellos ámbitos menos cuestionados, pues implican mandatos sociales más
fuertes. El carácter de artefacto construido que tienen las conductas, es
relativamente fácil de reconocer en el caso del amor romántico, cuya
historicidad para los dos sexos está bien documentada, y para las conductas
sexuales, que en los últimos cien años han experimentado cambios tan evidentes
que hacen difícil mantener la creencia en su atemporalidad.
De todas maneras, es evidente que incluso en
esos campos queda mucho camino para desmontar prejuicios como el de la
heterosexualidad obligatoria (Adrienne RICH, 2001) y los roles de género
diferenciados (Judith BUTLER, 2001).
Pero es en el campo del amor maternal en el que
los prejuicios permanecen más sólidamente asentados. Parece una evidencia
de sentido común que la relación de la madre con su prole es un vínculo
biológico y que responde a condicionantes diferentes de las otras relaciones
afectivas. Una parte importante de la organización social se basa en este
supuesto, al menos en las sociedades patrilineales, donde la sobrevaloración de
la maternidad (que garantiza que habrá hijos varones para el linaje paterno) y
la valoración de las mujeres centrada en su capacidad reproductiva, hace que se
interiorice la idea de que la maternidad es un destino, y que implica en sí
misma el mayor premio y la más alta satisfacción.
Las mismas mujeres
suelen compartir esta creencia, que soslaya la necesidad de construir proyectos
de vida individuales y las coloca fuera del ámbito de lo contingente. Pero este
mito, que da apoyo y fundamento a los otros dos, ya que el amor y la
complementariedad de roles garantizarían la continuidad de la pareja en la etapa
de crianza de las criaturas, y la pasividad sexual aseguraría descendencia
legítima, ya fue cuestionado en 1949 por Simone de Beauvoir. Ella es la primera
que de una manera explícita, pone en duda la presunta naturalidad de las
conductas maternales y la que propone situarlas en el campo de la cultura.
(Simone DE BEAUVOIR, 1968). Desde su propuesta puede separarse el aspecto
biológico de la maternidad, de la valoración social de la misma. Esta última
incluiría aspectos tales como la importancia que las mujeres den al hecho de
ser madres, la intensidad con que deseen o rechacen esa posibilidad, el lugar
que le asignen en su vida y el tipo y duración de los ligámenes afectivos y de
cuidado, que desarrollen en relación con sus hijos e hijas, e incluso con su
descendencia en la generación siguiente.
En realidad la idea de
la existencia de un instinto maternal, que determine la conducta de las mujeres
al respecto, puede cuestionarse desde dos vertientes: desde la antropología,
que muestra la diferencia de las concreciones del amor maternal en las
diferentes culturas, y desde la historia que evidencia las evoluciones y
cambios de ese sentimiento en el tiempo. En el primer campo, Mead desvirtuó la
presunta universalidad de las conductas maternales mostrando cómo las mujeres
del pueblo mundugumor, de Nueva Guinea, consideraban una carga y una desgracia
tener hijos y derivaban el cuidado de los pequeños a sus hermanitos mayores,
sin desarrollar sentimientos de culpa al respecto. (Margaret MEAD, 1982)
Esto tenía interesantes
consecuencias teóricas, porque en principio, si una conducta fuera instintiva
estaría representada en todos los pueblos e incluso sería más visible cuanto
menor fuera la sofisticación cultural del mismo. Así, estas madres a su pesar,
ponían en severo entredicho las bases mismas de la asignación de las conductas
maternales a la biología. Completando el desmantelamiento teórico, está la
evidencia histórica. Trótula de Salerno, la más famosa médica medieval, fue la
primera que señaló rechazos explícitos de la maternidad, sugiriendo que lo que
buscan las adolescentes que se niegan a comer es librarse de su función de
concebir hijos (90) Muchas santas experimentaron este rechazo. Sta Teresa
relata que lo que la llevó a huir al convento a los 18 años fue el temor al
matrimonio. A los doce años había visto morir a su madre de 33 años exhausta
después de parir 14 hijos (Paloma GÓMEZ, 2001).
Por su parte, Badinter
muestra que en Europa, durante los tres siglos que van desde el XVI al XIX la
práctica de abandono de niños era corriente, y en todas las clases sociales,
las madres derivaban a nodrizas el amamantamiento de sus hijos, sin preocuparse
demasiado por su supervivencia. El fenómeno estaba tan extendido en Francia,
que en 1780, sobre 21.000 niños nacidos en Paris, sólo mil eran nutridos por
sus madres. Estas cifras resultan especialmente reveladoras en una época en que
la lactancia materna representaba una mayor posibilidad de supervivencia.
El abandono implicaba
falta de amor, pero durante muchos años se ha tendido a interpretarlo como una
consecuencia de las altas tasas de mortalidad infantil. Dado que morían muchos
infantes, limitar la afectividad podía ser una buena estrategia para disminuir
el dolor de la pérdida, pero Badinter llega a una conclusión opuesta: No era
porque los infantes morían como moscas, por lo que las madres se desinteresaban
de ellos, era porque ellas no se interesaban, por lo que morían como moscas
(Elisabeth BADINTER, 1980:75). La infancia no sólo carecía de cuidados
maternales, hasta bien entrado el siglo XVIII, también estaba ausente en la
ciencia y en la literatura. Cuando la vemos aparecer, en los cuentos infantiles
la encontramos carente de derechos, abandonada en el bosque o entregada a sus
propios y débiles recursos.
Es a partir de
Rousseau que los niños -pero no las niñas comienzan a merecer atención
pedagógica y social. Su prédica no tenía mucho que ver con su práctica, porque
fue él mismo un progenitor del XVIII que abandonó a sus hijos (Jean Jacob
ROUSSEAU, 1990) El nuevo interés deriva hacia las madres la carga de
responsabilizarse de la supervivencia y buena salud de los nuevos ciudadanos, y
esta labor socialmente asignada se rotula como cumplimiento de un impulso
innato. El deber social que podría haber sido asumido por ambos miembros de la
pareja, o por los adultos del grupo comunitariamente, o por organizaciones aún
más amplias como el estado, se asigna unilateralmente a las madres y se
naturaliza como una opción biológicamente determinada. La mujer decimonónica será
vista fundamentalmente como madre y esta función, desbordando la etapa
biológica del embarazo y el amamantamiento, condicionará toda su existencia.
Esta dedicación tiene
un coste, Gómez señala: “El matrimonio es un chollo para los varones: recientes
investigaciones conceden un promedio de 10 años más de vida a los hombres
casados que a los viudos, solteros y divorciados; los casados además presentan
menos enfermedades. En el caso de las mujeres es al contrario: las mujeres
solteras o divorciadas sin hijos viven más y más sanas que las casadas, que
presentan el doble de enfermedades, sobre todo mentales” (Paloma GÓMEZ,
2001:80).
El modelo del amor
maternal se caracteriza por el cuidado continuado, la postergación de los
propios deseos, la atención a los deseos y necesidades del otro. Es una
actividad altruista que implica opciones constantes y que no tiene nada en
común con las conductas estereotipadas relacionadas con los instintos. De hecho
en la naturaleza no se encuentra entre las hembras animales ni el impulso hacia
la maternidad, ni la continuación de la entrega de cuidados una vez las crías
han madurado lo suficiente para desenvolverse solas. Entre los seres humanos sí
que se dan estas conductas, pero podemos entenderlas como el cumplimiento interiorizado
de un mandato social.
Tal fuerza tiene este
mandato, que puede utilizarse para justificar cualquier tipo de conductas, por
alejada que esté de las restantes normas sociales. Como mandato de primera
categoría toma prioridad sobre todos los demás. Así se justifica socialmente
que una madre en defensa de su progenie robe o mate. O que para mantenerla se
dedique a la prostitución.
La construcción del
mito del instinto maternal da, por otra parte, buenos dividendos a la profesión
médica, al trasladar el deseo de procrear al campo de lo esperado para todas
las mujeres, genera una demanda de reproducción asistida o medicalizada y
legitima la casi obligación para las mujeres estériles de someterse a
tratamientos complicados, caros y molestos.
No se trata, por
supuesto de negar que la maternidad pueda ser un proyecto atractivo, sólo es
necesario subrayar que se trata de eso, de un proyecto y como tal es optativo
(Elisabeth. BADINTER, 2003, Juin)