miércoles, 10 de abril de 2019

YO DECIDO





Cuando la maternidad está tan presente en los medios y la vida social como ahora, ya sea, como hacen los partidos conservadores, para considerar que es ésta la que nos define y nos hace “mujeres de verdad” o, como en algunos planteamientos feministas, para defender esa crianza con apego, con unos tiempos de lactancia materna a demanda que a veces dificultan enormemente la vida profesional y personal de las madres que así la viven, nos parece muy interesante releer este artículo de Dolores Juliano publicado en 2005, pero de plena actualidad.






El Mito del Instinto Maternal. Dolores Juliano (2005)

¿Hemos nacido las mujeres para ser madres? ¿Es cierto que la maternidad completa a las mujeres y da sentido a su existencia, que de otra manera permanecería incompleta y le generaría frustraciones? El hecho que puedan plantearse preguntas de este tipo, que nunca enunciaríamos para los hombres, nos muestra que la maternidad se ha desplazado del campo de las opciones al campo de lo “natural”, es decir, que se la trata como si fuera el cumplimiento de un mandato instintivo. Las conductas instintivas son inmutables, pertenecen al ámbito de la naturaleza y se producen con prescindencia del entorno social. En cambio las conductas determinadas socialmente forman parte del devenir histórico, se modifican de acuerdo con el tiempo y las circunstancias y a su vez son causa de modificaciones en las estructuras de las relaciones. Las personas actuamos de acuerdo con conductas aprendidas socialmente y carecemos casi por completo de conductas complejas instintivas. Estas se reducen al campo de los actos reflejos y poco más. Sin embargo, existe el mito de asignar al campo de lo instintivo conductas muy complejas y elaboradas, fundamentalmente hay una tendencia a asignar a las mujeres este tipo de conductas.

Así, lo que las mujeres son y hacen no se lee como construido socialmente en un sistema asimétrico de relaciones de poder, sino como consecuencia de sus impulsos innatos. Asignar la mujer globalmente al mundo de la naturaleza, mientras que se relaciona al hombre con el de la cultura (S. ORTNER, 1979) y considerar que sus conductas están dictadas por principios inmutables y ahistóricos (Rosa ENTEL, 2002) es una forma de evitar discutir la funcionalidad social del lugar en el que se las ha colocado.

Fernández señala que en tres ámbitos este sistema mítico de naturalización de las conductas se muestra especialmente eficaz: asignando a las mujeres como destino el amor maternal, el amor romántico y la pasividad sexual. En todos los casos esta interpretación quita méritos a la conducta en el caso en que esta sea asumida, ya que se trataría de un mandato que las mujeres no podrían evitar y en cambio sanciona duramente su incumplimiento, pues lo quita del margen de las opciones libres (que siempre se reconocen a los hombres) y coloca su falta en el campo de la anormalidad, la perversión o la patología. (Ana María FERNÁNDEZ, 1992)

Es por esto por lo que las reivindicaciones de género pasan por la desesencialización y la desnaturalización de las conductas atribuidas. Se trata de reconocer y reivindicar para las mujeres su condición de sujetos socialmente construidos, aun en aquellos ámbitos menos cuestionados, pues implican mandatos sociales más fuertes. El carácter de artefacto construido que tienen las conductas, es relativamente fácil de reconocer en el caso del amor romántico, cuya historicidad para los dos sexos está bien documentada, y para las conductas sexuales, que en los últimos cien años han experimentado cambios tan evidentes que hacen difícil mantener la creencia en su atemporalidad.
 De todas maneras, es evidente que incluso en esos campos queda mucho camino para desmontar prejuicios como el de la heterosexualidad obligatoria (Adrienne RICH, 2001) y los roles de género diferenciados (Judith BUTLER, 2001).

Pero es en el campo del amor maternal en el que los prejuicios permanecen más sólidamente asentados. Parece una evidencia de sentido común que la relación de la madre con su prole es un vínculo biológico y que responde a condicionantes diferentes de las otras relaciones afectivas. Una parte importante de la organización social se basa en este supuesto, al menos en las sociedades patrilineales, donde la sobrevaloración de la maternidad (que garantiza que habrá hijos varones para el linaje paterno) y la valoración de las mujeres centrada en su capacidad reproductiva, hace que se interiorice la idea de que la maternidad es un destino, y que implica en sí misma el mayor premio y la más alta satisfacción.

Las mismas mujeres suelen compartir esta creencia, que soslaya la necesidad de construir proyectos de vida individuales y las coloca fuera del ámbito de lo contingente. Pero este mito, que da apoyo y fundamento a los otros dos, ya que el amor y la complementariedad de roles garantizarían la continuidad de la pareja en la etapa de crianza de las criaturas, y la pasividad sexual aseguraría descendencia legítima, ya fue cuestionado en 1949 por Simone de Beauvoir. Ella es la primera que de una manera explícita, pone en duda la presunta naturalidad de las conductas maternales y la que propone situarlas en el campo de la cultura. (Simone DE BEAUVOIR, 1968). Desde su propuesta puede separarse el aspecto biológico de la maternidad, de la valoración social de la misma. Esta última incluiría aspectos tales como la importancia que las mujeres den al hecho de ser madres, la intensidad con que deseen o rechacen esa posibilidad, el lugar que le asignen en su vida y el tipo y duración de los ligámenes afectivos y de cuidado, que desarrollen en relación con sus hijos e hijas, e incluso con su descendencia en la generación siguiente.

En realidad la idea de la existencia de un instinto maternal, que determine la conducta de las mujeres al respecto, puede cuestionarse desde dos vertientes: desde la antropología, que muestra la diferencia de las concreciones del amor maternal en las diferentes culturas, y desde la historia que evidencia las evoluciones y cambios de ese sentimiento en el tiempo. En el primer campo, Mead desvirtuó la presunta universalidad de las conductas maternales mostrando cómo las mujeres del pueblo mundugumor, de Nueva Guinea, consideraban una carga y una desgracia tener hijos y derivaban el cuidado de los pequeños a sus hermanitos mayores, sin desarrollar sentimientos de culpa al respecto. (Margaret MEAD, 1982)

Esto tenía interesantes consecuencias teóricas, porque en principio, si una conducta fuera instintiva estaría representada en todos los pueblos e incluso sería más visible cuanto menor fuera la sofisticación cultural del mismo. Así, estas madres a su pesar, ponían en severo entredicho las bases mismas de la asignación de las conductas maternales a la biología. Completando el desmantelamiento teórico, está la evidencia histórica. Trótula de Salerno, la más famosa médica medieval, fue la primera que señaló rechazos explícitos de la maternidad, sugiriendo que lo que buscan las adolescentes que se niegan a comer es librarse de su función de concebir hijos (90) Muchas santas experimentaron este rechazo. Sta Teresa relata que lo que la llevó a huir al convento a los 18 años fue el temor al matrimonio. A los doce años había visto morir a su madre de 33 años exhausta después de parir 14 hijos (Paloma GÓMEZ, 2001).

Por su parte, Badinter muestra que en Europa, durante los tres siglos que van desde el XVI al XIX la práctica de abandono de niños era corriente, y en todas las clases sociales, las madres derivaban a nodrizas el amamantamiento de sus hijos, sin preocuparse demasiado por su supervivencia. El fenómeno estaba tan extendido en Francia, que en 1780, sobre 21.000 niños nacidos en Paris, sólo mil eran nutridos por sus madres. Estas cifras resultan especialmente reveladoras en una época en que la lactancia materna representaba una mayor posibilidad de supervivencia.

El abandono implicaba falta de amor, pero durante muchos años se ha tendido a interpretarlo como una consecuencia de las altas tasas de mortalidad infantil. Dado que morían muchos infantes, limitar la afectividad podía ser una buena estrategia para disminuir el dolor de la pérdida, pero Badinter llega a una conclusión opuesta: No era porque los infantes morían como moscas, por lo que las madres se desinteresaban de ellos, era porque ellas no se interesaban, por lo que morían como moscas (Elisabeth BADINTER, 1980:75). La infancia no sólo carecía de cuidados maternales, hasta bien entrado el siglo XVIII, también estaba ausente en la ciencia y en la literatura. Cuando la vemos aparecer, en los cuentos infantiles la encontramos carente de derechos, abandonada en el bosque o entregada a sus propios y débiles recursos.

Es a partir de Rousseau que los niños -pero no las niñas comienzan a merecer atención pedagógica y social. Su prédica no tenía mucho que ver con su práctica, porque fue él mismo un progenitor del XVIII que abandonó a sus hijos (Jean Jacob ROUSSEAU, 1990) El nuevo interés deriva hacia las madres la carga de responsabilizarse de la supervivencia y buena salud de los nuevos ciudadanos, y esta labor socialmente asignada se rotula como cumplimiento de un impulso innato. El deber social que podría haber sido asumido por ambos miembros de la pareja, o por los adultos del grupo comunitariamente, o por organizaciones aún más amplias como el estado, se asigna unilateralmente a las madres y se naturaliza como una opción biológicamente determinada. La mujer decimonónica será vista fundamentalmente como madre y esta función, desbordando la etapa biológica del embarazo y el amamantamiento, condicionará toda su existencia.

Esta dedicación tiene un coste, Gómez señala: “El matrimonio es un chollo para los varones: recientes investigaciones conceden un promedio de 10 años más de vida a los hombres casados que a los viudos, solteros y divorciados; los casados además presentan menos enfermedades. En el caso de las mujeres es al contrario: las mujeres solteras o divorciadas sin hijos viven más y más sanas que las casadas, que presentan el doble de enfermedades, sobre todo mentales” (Paloma GÓMEZ, 2001:80).

El modelo del amor maternal se caracteriza por el cuidado continuado, la postergación de los propios deseos, la atención a los deseos y necesidades del otro. Es una actividad altruista que implica opciones constantes y que no tiene nada en común con las conductas estereotipadas relacionadas con los instintos. De hecho en la naturaleza no se encuentra entre las hembras animales ni el impulso hacia la maternidad, ni la continuación de la entrega de cuidados una vez las crías han madurado lo suficiente para desenvolverse solas. Entre los seres humanos sí que se dan estas conductas, pero podemos entenderlas como el cumplimiento interiorizado de un mandato social.

Tal fuerza tiene este mandato, que puede utilizarse para justificar cualquier tipo de conductas, por alejada que esté de las restantes normas sociales. Como mandato de primera categoría toma prioridad sobre todos los demás. Así se justifica socialmente que una madre en defensa de su progenie robe o mate. O que para mantenerla se dedique a la prostitución.

La construcción del mito del instinto maternal da, por otra parte, buenos dividendos a la profesión médica, al trasladar el deseo de procrear al campo de lo esperado para todas las mujeres, genera una demanda de reproducción asistida o medicalizada y legitima la casi obligación para las mujeres estériles de someterse a tratamientos complicados, caros y molestos.

No se trata, por supuesto de negar que la maternidad pueda ser un proyecto atractivo, sólo es necesario subrayar que se trata de eso, de un proyecto y como tal es optativo (Elisabeth. BADINTER, 2003, Juin)